¡Oh, vosotros, que gozáis de sano entendimiento; descubrid la doctrina que se oculta bajo el velo de tan extraños versos! ~ Dante; Inferno

jueves, 15 de noviembre de 2012

Mi tierra...

    Me despertó el sonido del motor. Ahí estaba yo, en el autobús, rumbo a mi tierra natal, con la cara pegada al cristal. Me había invadido el sueño durante casi todo el trayecto, y ahora, en el tramo final de éste, me despierto.
    Ha sido un largo y tedioso viaje, pero entonces miro la montaña que se alza orgullosa allá, a lo lejos, y todas las penas se desvanecen. No es una gran montaña, ni mucho menos, pero es "esa" montaña, no hay otra igual en el mundo. Además, es la montaña que me permite saber que allí está mi pueblo, el lugar donde nací, donde está mi familia. Una sonrisa se dibuja en mi rostro sin quererlo; es inevitable, cada vez que veo a ese entrañable pedrusco una sensación de paz y tranquilidad se adueña de mí.
    Es extraño; ¿cómo una roca puede evocar semejantes sentimientos? Una existencia que ni siquiera es consciente de que existe, eso es una roca. Pero, a medida que me acerco a mi destino, me doy cuenta: no es la montaña la que me evoca esa sensación de paz, tan ansiada y buscada y que pocas veces podemos hallar, sino que somos nosotros los que le infundimos sentimientos: vertemos nuestro cariño y afecto a un objeto inanimado, convirtiéndose éste en algo verdaderamente especial para el resto de nuestras vidas.
    El trayecto continúa, y cada vez estoy más cerca de pisar tierra otra vez. Ahora la montaña se muestra ante mí con todo su esplendor. La felicidad, ese sentimiento tan complejo, me desborda. Todas las penurias que me han ocurrido a lo largo de la semana desaparecen, mágicamente. Pero si con esto no tenía suficiente, atisbo en la lontananza el mar azul... ¡ah! ¡el mar...! Pocas cosas en este mundo son tan bellas y misteriosas como el mar. Tan peligroso y tan bello al mismo tiempo.
    La tierra y el mar se funden en un abrazo, como dos amantes que se encuentran tras largo tiempo separados. La montaña alarga un brazo hacia el agua, como queriendo decir "no te alejes, quédate conmigo". 
    Cierro los ojos una vez más, pero esta vez sin ánimo de dormir, sino con la intención de encontrar esos sentimientos que guardo en mi alma y que afloran nada más ver el mar y la montaña. Sentimientos de felicidad, amor, paz y seguridad. Sí, seguridad... porque cuando atravieso, por fin, el límite exterior de mi tierra me siento como si un gigante de piedra nos custodiara a todos y a cada uno de los que viven a su sombra, vigilando eternamente por nosotros.
     El bus llega a su destino. Recojo mis pertenencias, me dispongo a apearme de ese vehículo infernal y me despido con alegría del sonido inmundo del motor del susodicho trasto, con la esperanza de no volver a subir a semejante cosa.
     Nada más pisar tierra, inspiro una bocanada de aire: ¡ah! ¡esto sí que es aire puro, y no lo de la ciudad! Observo a grosso modo el paisaje que me rodea: los árboles se extienden a lo largo de la montaña, la cual me da la bienvenida ofreciéndome un magnífico atardecer, pues el sol se oculta tras ella, cual niño tras las faldas de su madre; el mar se extiende con toda su magnificencia a lo largo de la costa. De repente, una brisa de aire fresco invade el lugar; cierro los ojos y extiendo los brazos para disfrutarla... estoy en casa.


"El contenido del vídeo no es de mi propiedad. El tema Opalescence pertenece a Thad Fiscella".

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